Cerró el libro, miró al Cielo una vez
más y tras exhalar profundamente fijó su mirada en el Este y la
agudizó, aún a kilómetros de distancia podía vislumbrar al
alcaide en su gran casa, cenando junto al fuego acompañado de su
esposa y su hija. Nuevamente ese atisbo de sonrisa marcó su rostro y
se encaminó lentamente.
Al llegar a la puerta decidió que el
mejor modo de entrar era llamar directamente, rozó ligeramente el
pomo de su fiel puñal y así lo hizo. Instantes después, el
guardaespaldas del alcaide, un rudo e intimidatorio elfo de edad algo
menor que ella y lleno de cicatrices le condujo a su presencia; el
alcaide le ofreció algunas viandas mientras escuchaba plácidamente
el relato de la muerte del ladrón, ella picó con frugalidad y
parecía divertirse contando la parte en que el terror se asomó a
los ojos del pequeño bribón... tanto fue así que el alcaide, medio
convencido por la afluencia del alcohol en su verde sangre, tomó a
bien que la Elfa representara la escena con su propia hija haciendo
de hurtador.
Las risas y el jolgorio se detuvieron,
como había previsto anteriormente en el punto álgido de su
actuación desenvainó su puñal y lo clavó en pleno corazón de la
pequeña. El asombro del padre era tal que un rictus cadavérico
también se asomó a su cara, perdiendo sus coloradas mejillas todo
rastro de ebriedad. La mujer estaba en la cocina y al oir el grito de
la chiquilla corrió hacia el salón, nada más atravesar el umbral
su garganta fue cercenada y se desplomó sin vida sobre la alfombra.
El guardaespaldas del alcaide, en una
esquina, se reía y aplaudía ante el espectáculo, era buen
conocedor de quién era la Elfa y lo último que pasaba por su
agarrotada mente era sumar cicatrices a su maltrecho cuerpo. Todo se
acabó en un instante, el alcaide se puso de rodillas en el suelo e
imploró entre sollozos por su vida, agarrándose a sus ropajes y
ofreciendo todo el oro y bienes que poseía. Ella se acercó al
guardaespaldas, que temblaba de pánico, y le susurró unas palabras
al oído mientras el alcaide, escuchando una risa que le paralizó
todos los nervios, vió que la dama limpiaba de su puñal los restos
del fluido vital con el mantel de la mesa, trinchaba un muslo y salía
por la puerta tranquilamente como si no hubiese pasado nada, entre
bocado y bocado.
La vida era el castigo que había
elegido para él, una vida sin familia, sin su amada esposa, sin su
querida y única hija, una vida exactamente igual que la de los
padres del pequeño ladrón, una vida repleta de joyas y riquezas
pero una vida vacía, con el tormento de haber visto a sus seres
queridos ser asesinados delante de sus narices... el castigo, ahora
lo comprendía, era peor que la muerte misma, y volvió a llorar como
un niño pequeño... esa era su venganza.
Las palabras susurradas al
guardaespaldas fueron “PROCURA QUE NO SE MUERA”.