lunes, 7 de enero de 2013

Leyendas Jamás Contadas (parte 2)



Cerró el libro, miró al Cielo una vez más y tras exhalar profundamente fijó su mirada en el Este y la agudizó, aún a kilómetros de distancia podía vislumbrar al alcaide en su gran casa, cenando junto al fuego acompañado de su esposa y su hija. Nuevamente ese atisbo de sonrisa marcó su rostro y se encaminó lentamente.

Al llegar a la puerta decidió que el mejor modo de entrar era llamar directamente, rozó ligeramente el pomo de su fiel puñal y así lo hizo. Instantes después, el guardaespaldas del alcaide, un rudo e intimidatorio elfo de edad algo menor que ella y lleno de cicatrices le condujo a su presencia; el alcaide le ofreció algunas viandas mientras escuchaba plácidamente el relato de la muerte del ladrón, ella picó con frugalidad y parecía divertirse contando la parte en que el terror se asomó a los ojos del pequeño bribón... tanto fue así que el alcaide, medio convencido por la afluencia del alcohol en su verde sangre, tomó a bien que la Elfa representara la escena con su propia hija haciendo de hurtador.

Las risas y el jolgorio se detuvieron, como había previsto anteriormente en el punto álgido de su actuación desenvainó su puñal y lo clavó en pleno corazón de la pequeña. El asombro del padre era tal que un rictus cadavérico también se asomó a su cara, perdiendo sus coloradas mejillas todo rastro de ebriedad. La mujer estaba en la cocina y al oir el grito de la chiquilla corrió hacia el salón, nada más atravesar el umbral su garganta fue cercenada y se desplomó sin vida sobre la alfombra.

El guardaespaldas del alcaide, en una esquina, se reía y aplaudía ante el espectáculo, era buen conocedor de quién era la Elfa y lo último que pasaba por su agarrotada mente era sumar cicatrices a su maltrecho cuerpo. Todo se acabó en un instante, el alcaide se puso de rodillas en el suelo e imploró entre sollozos por su vida, agarrándose a sus ropajes y ofreciendo todo el oro y bienes que poseía. Ella se acercó al guardaespaldas, que temblaba de pánico, y le susurró unas palabras al oído mientras el alcaide, escuchando una risa que le paralizó todos los nervios, vió que la dama limpiaba de su puñal los restos del fluido vital con el mantel de la mesa, trinchaba un muslo y salía por la puerta tranquilamente como si no hubiese pasado nada, entre bocado y bocado.

La vida era el castigo que había elegido para él, una vida sin familia, sin su amada esposa, sin su querida y única hija, una vida exactamente igual que la de los padres del pequeño ladrón, una vida repleta de joyas y riquezas pero una vida vacía, con el tormento de haber visto a sus seres queridos ser asesinados delante de sus narices... el castigo, ahora lo comprendía, era peor que la muerte misma, y volvió a llorar como un niño pequeño... esa era su venganza.

Las palabras susurradas al guardaespaldas fueron “PROCURA QUE NO SE MUERA”.